CAPÍTULO
X
Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos.
Llegando
el autor de esta gran historia a contar lo que en este capítulo
cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no
había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron
aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aún
pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente,
aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que
él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la
verdad, sin dársele nada por objeciones que podían ponerle de
mentiroso; y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y
siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua.
Y
así, prosiguiendo su historia, dice que así como don Quijote se
emboscó en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó
a Sancho volver a la ciudad y que no volviese a su presencia sin
haber primero hablado de su parte a su señora, pidiéndola fuese
servida de dejarse ver de su cautivo caballero
y
se dignase de echarle su bendición, para que pudiese esperar por
ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas
empresas. Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba y de
traerle tan buena respuesta como le trajo la vez primera.
-Anda,
hijo -replicó don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la
luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos
los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase de ella cómo
te recibe: si muda los colores el tiempo que la estuvieres dando mi
embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en
la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su
autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno,
ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o
tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si
levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté
desordenado... Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y
movimientos, porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré
yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de
lo que al fecho de mis amores toca: que has de saber, Sancho, si no
lo sabes, que entre los amantes las acciones y movimientos exteriores
que muestran cuando de sus amores se trata con certísimos correos
que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa.
Ve, amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro
mejor suceso del que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga
soledad en que me dejas.
-Yo
iré y volveré presto -dijo Sancho-; y ensanche vuestra merced,
señor mío, ese corazoncillo, que le debe de tener ahora no mayor
que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón
quebranta mala ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y
también se dice: “Donde no piensa, salta la liebre”. Dígolo
porque si esta noche no hallamos los palacios o alcázares de mi
señora, agora que es de día los pienso hallar, cuando menos los
piense; y hallados, déjenme a mí con ella.
-Por
cierto, Sancho -dijo don Quijote-, que siempre traes tus refranes tan
a pelo de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en lo que
deseo.
Esto
dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote
se quedó a caballo descansando sobre los estribos y sobre el arrimo
de su lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le
dejaremos, yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y
pensativo se apartó de su señor que él quedaba; y tanto, que
apenas hubo salido del bosque, cuando, volviendo la cabeza, y viendo
que don Quijote no parecía, se apeó del jumento y, sentándose al
pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mismo y a decirse:
-Sepamos
agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún
jumento que se le haya perdido?
-No,
por cierto.
-Pues
¿qué va a buscar?
-Voy
a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol
de la hermosura y a todo el cielo junto. -
¿Y
adónde pensáis hallar eso que decís, Sancho?
-¿Adónde?
En la gran ciudad del Toboso.
-Y
bien, ¿y de parte de quién la vais a buscar?
-De
parte del famoso caballero don Quijote de la Mancha, que desface los
tuertos y da de comer al que ha sed y de beber al que ha hambre.
-Todo
eso está muy bien. ¿Y sabéis su casa, Sancho?
-Mi
amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios
alcázares.
-¿Y
habéisla visto algún día por ventura?
-Ni
yo ni mi amo la habemos visto jamás.
-¿Y
paréceos que fuera acertado y bien hecho que si los del Toboso
supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a sonsacarles sus
princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os moliesen las
costillas a puros palos y no os dejasen hueso sano?
-En
verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy
mandado.
-No
os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colérica
como honrada y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os
huele, que os mando mala ventura.
-¡Oye,
puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando tres pies
al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea
por el Toboso como a Marica por Ravena o al bachiller en Salamanca.
¡El diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!
Este
soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió
a decirse:
-Ahora
bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de
cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la
vida. Este mi amo por mil señales he visto que es un loco de atar, y
aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él,
pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: “Dime
con quién andas, y te diré quién eres”, y el otro de “No con
quien naces, sino con quien paces”. Siendo, pues, loco, como lo es,
y de locura que las más veces toma unas cosas por otras y juzga lo
blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció
cuando
dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los
religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de
enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil
hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí,
es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él
jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, y de
manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que
viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe
otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo
dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador
de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura,
por hacerle mal y daño.
Con
esto que pensó Sancho
Panza
quedó sosegado su espíritu y tuvo por bien acabado su negocio, y
deteniéndose
allí hasta la tarde,
por dar lugar a que don Quijote pensase que
le
había
tenido para ir y volver del Toboso.
Y sucedióle todo tan bien, que cuando se levantó para subir en el
rucio vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres
labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo
declara, aunque más se puede creer que eran borricas,
por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero como no va mucho
en esto,
no hay para qué detenernos en averiguarlo. En resolución, así como
Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a buscar a su
señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
-¿Qué
hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca o
con negra?
-Mejor
será -respondió Sancho- que vuesa merced la señale con almagre,
como rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le
vieren.
-De
ese modo -replicó don Quijote-, buenas nuevas traes.
-Tan
buenas -respondió Sancho-, que no tiene más que hacer vuesa merced
sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea
del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa
merced.
-¡Santo
Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-. Mira
no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis
verdaderas tristezas.
-¿Qué
sacaría yo de engañar a vuesa merced -respondió Sancho-, y más
estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y
verá venir a la princesa nuestra ama vestida y adornada, en fin,
como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro,
todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas
telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las
espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el
viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas
remendadas, que no hay más que ver.
-Hacaneas
querrás
decir, Sancho.
-Poca
diferencia hay -respondió Sancho-; de cananeas
a
hacaneas;
pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas
señoras que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea mi
señora, que pasma los sentidos.
-Vamos,
Sancho hijo -respondió don Quijote-, y en albricias destas no
esperadas como buenas nuevas te mando el mejor despojo que ganare en
la primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando
las crías que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú
sabes que quedan para parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
-A
las crías me atengo -respondió Sancho-, porque de ser buenos los
despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya
en esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres
aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso,
y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse todo y preguntó a
Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
-¿Cómo
fuera de la ciudad? -respondió-. ¿Por ventura tiene vuesa merced
los ojos en el colodrillo, que no vee que son estas las que aquí
vienen, resplandecientes como el mismo sol a medio día?
-Yo
no veo, Sancho -dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.
-¡Agora
me libre Dios del diablo! -respondió Sancho-. ¿Y es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas
barbas si tal fuese verdad!
-Pues
yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad que
son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza;
a lo menos, a mí tales me parecen.
-Calle,
señor -dijo Sancho-, no diga la tal palabra, sino despabile esos
ojos y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que
ya llega cerca.
Y,
diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas y,
apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres
labradoras y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
-Reina
y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin
pulsos, de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho
Panza, su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de
la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A
esta sazón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho
y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho
llamaba reina y señora; y como no descubría en ella sino una moza
aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata,
estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las
labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hombres
tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a
su compañera; pero rompiendo el silencio la detenida, toda
desgraciada y mohína, dijo:
-Apártense
nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos depriesa.
A
lo que respondió Sancho:
-¡Oh
princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada
presencia a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo
lo cual otra de las dos, dijo:
-Mas
h¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen
los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no
supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino e déjenmos
hacer el nueso, y serles ha sano.
-Levántate,
Sancho -dijo a este punto don Quijote-, que ya veo que la fortuna, de
mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda
venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes.
Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la
humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te
adora!, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y
cataratas en mis ojos, y para solo ellos y no para otros ha mudado y
transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora
pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún
vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme
blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y
arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago la humildad con
que mi alma te adora.
-
¡Tomá que mi agüelo! -respondió la aldeana-. ¡Amiguita soy yo de
oír resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse
Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo.
Apenas
se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea,
cuando, picando a su cananea
con
un aguijón que en un palo traía, dio a correr por el prado
adelante; y como la borrica sentía la punta del aguijón, que le
fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de manera que
dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote,
acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que
también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la
albarda, y quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en
los brazos sobre la jumenta, la señora, levantándose del suelo, le
quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún tanto atrás,
tomó una corridica y, puestas ambas manos sobre las ancas de la
pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón, sobre la
albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y entonces dijo
Sancho:
-¡Vive
Roque que es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán, y
que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o
mexicano! El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin
espuelas hace correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga
sus doncellas, que todas corren como el viento.
Y
así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas
picaron tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás
por espacio de más de media legua. Siguiólas don Quijote con la
vista, y cuando vio que no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
-Sancho,
¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta
dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han
querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi
señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados y para ser
blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la
mala fortuna. Y has también de advertir, Sancho, que no se
contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi
Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan
baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron
lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor,
por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago
saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su
hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un
olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma.
-¡Oh
canalla! -gritó a esta sazón Sancho-. ¡Oh encantadores aciagos y
malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las
agallas, como sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y
mucho más hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las
perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus
cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y,
finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le
tocárades en el olor, que por él siquiera sacáramos lo que estaba
encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad,
nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto
y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de
bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos
de más de un palmo.
-A
ese lunar -dijo don Quijote-, según la correspondencia que tienen
entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro
Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el
del rostro; pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza
que has significado.
-Pues
yo sé decir a vuestra merced -respondió Sancho- que le parecían
allí como nacidos.
-Yo
lo creo, amigo -replicó don Quijote-, porque ninguna cosa puso la
naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así,
si tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares,
sino lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella
que a mí me pareció albarda que tú aderezaste, ¿era silla rasa o
sillón?
-No
era -respondió Sancho- sino silla a la jineta, con una cubierta de
campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
-¡Y
que no viese yo todo eso, Sancho! -dijo don Quijote-. Ahora torno a
decir y diré mil veces que soy el más desdichado de los hombres.
Harto
tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo
las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente,
después de otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron
a subir en sus bestias y siguieron el camino de Zaragoza, adonde
pensaban llegar a tiempo que pudiesen hallarse en unas solenes
fiestas que en aquella insigne ciudad cada año suelen hacerse. Pero
antes que allá llegasen les sucedieron cosas que, por muchas,
grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas, como se verá
adelante.
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